España a principios del siglo XVI por los descubridores y
navegantes (Hernán Cortés) que iban a las Indias (México), de donde se extendió
después a toda Europa sin que, en un principio, tuviese una gran acogida. Esto
contrastaba con sus primeros adeptos, los amerindios del México precolombino,
que lo consideraban un talismán y lo tasaban tan alto que les servía de moneda
de cambio, equiparable al oro. En la época de los reyes aztecas se fundaron los
cacahuales, que hacían las veces de la banca del Estado, y los granos de cacao
establecían el curso de la moneda. A estos granos se les trataba con extraños
miramientos, triturándolos con instrumentos de nácar y ópalo que son materias
preciosas.
Era bebida que constituía el deleite del emperador Moctezuma,
quien gustaba el cacao en proporción a su amargura, acentuada por especias y
pimienta que le hacían aún más salvaje.
Pero
cuando se fueron descubriendo nuevas formas de preparación, su consumo aumentó
de forma considerable. La infanta española María Teresa, casada con Luis XIV,
lo dio a conocer en Francia. En Inglaterra, el chocolate no ha tenido nunca
demasiados partidarios; es curiosa la receta que aparece en una enciclopedia
del hogar inglesa del siglo pasado, en la que se recomienda batir una onza de
chocolate en un cuartillo de leche y otro de agua y dejar cocer diez minutos. A
continuación, afirma que, aunque los españoles son los descubridores del
chocolate, en Europa aún no han aprendido a prepararlo.La primera publicidad de la que se tiene constancia en España
sobre el chocolate data del año 1657.
Puede decirse que los siglos XVIII y XIX son los siglos del
chocolate; su empleo se generalizó y entró en la vida social suscitando
polémicas acerca de sus propiedades nutritivas y virtudes medicinales. En un
libro de principios del siglo XIX se lee: «Sabido es lo que es un chocolate, es
decir, un obsequio hecho con este delicioso manjar en el que se moja un rico
bizcocho o pan tostado, ofreciendo la primera sopita al objeto de nuestro amor
y mezclado con suspiros y miradas que encierran un poema de delicias».
Hasta hace poco más de un cuarto de siglo, en que empezó a
generalizarse el uso de¡ té, el chocolate fue en España desayuno y merienda
obligado de todas las clases sociales, e incluso, con frecuencia, el chocolate
con un mojicón sustituia a la cena. Los saineteros del siglo popularizaron y
ridiculizaron el tipo del quiero y no puedo que tomaba su chocolate en Lhardy
para ser visto y así ahorrar la cena.
Un autor francés del siglo XVIII lo recomienda, sobre todo, a
los predicadores, ya que dice que sostiene sus energías durante el esfuerzo del
sermón. Como ejemplo de su riqueza nutritiva, cita el de un viajero que,
obligado a ponerse en viaje encontrándose indispuesto, se alimentó únicamente
con tres tazas de chocolate al día durante los once que duró su viaje en
diligencia, encontrándose perfectamente curado al término del mismo.
En 1666, se suscitó un pleito europeo por si el chocolate
interrumpía o no el ayuno. El cardenal Brancaccio tuvo que dar una respuesta a
las declaraciones de los obispos holandeses, que lo consideraban como
interruptor del ayuno. El cardenal italiano aclaraba que el chocolate era, en
América, una bebida como lo era en Europa el vino o la cerveza, a los que puede
compararse, porque también del vino se ha dicho que alimenta más que la carne
de cerdo. El cardenal apeló a los más autorizados testigos, citando el dictamen
de los médicos españoles, que probaron que es una poderosa ayuda para la salud,
hasta el punto de que «puede considerarse en la más triste miseria al español
que no disponga de dineros para chocolate». Apeló luego a santo Tomás para
decidir si es bebida o alimento, siempre que no se emplee en su preparación más
de una onza, y recomienda que no se haga abuso de él, pues en ese caso, «sino
se peca contra la ley eclesiástica del ayuno, se pecará contra la ley natural
de la templanza».
En la actualidad, el delicioso chocolate, en todas sus
diversas formas y presentaciones, ha caído bajo el anatema de los severos
regímenes dietéticos especialmente recomendados a los enfermos de hígado, vías
biliares, estómago, etc.
Las tazas para su uso son
diferentes a las del té y el café. Se llaman jícara o pocillos, por su forma un
poco honda y estrecha.
Brillat‑Savarin nos transmite una receta que, según dice, le
fue confiada por la abadesa de un convento, y sabido es que los chocolates
monjiles han sido celebrados en todos los tiempos: «Cuando se desee tomar un
exquisito chocolate, hágase la víspera en una chocolatera de porcelana. El reposo
de toda la noche lo concentra y le procura un aterciopelado maravilloso».
Como anécdota he de citar que, en mis años de oficio en la
pastelería Mallorca, se celebraba el final de la dura campaña de elaboración de
sus famosos Roscones de Reyes con una chacolatada, un trozo de roscón y una
copa de licor.
Por último, los cacaos de mejor calidad son los venezolanos
(el Caracas, el Carenero, el Perto Bello, el Chuao) y los ecuatorianos, los
colombianos, los brasileños, que acompañan a los cingaleses y malgaches,
también de excelente calidad.
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